El fantasma del castillo

 

 

 

 

 

Mentira si dijera

que era una noche de lluvia,

que los rayos aguijonearan        

las corneas es posible

ya que el sol y la música

de sus destellos, blandían

la espada del ocaso

con inusitada furia

sobre los muros derruidos

de aquella fortaleza fecunda

de clavelillos y de sombras

agrietadas por las que manaba

la sangre dorada del horizonte.

 

Se levantaba el castillo

junto a una desdentada torre

gobernada por humildes nidos

en las orillas de los aires              

y resbalando por ella,

como picas colgadas

en una catarata de naipes,

en suaves espirales,

las rosas destilaban luz,

a través de sus cuerpos

escarlata cual cristales,

silenciosas, señalando

con sus espinas

los cuatro puntos cardinales.

 

Allí vagaba

lo que quedaba, lo que fue,

una sombra, por lo que se,

de un enamorado blanco

de veleras cabelleras

arrastrando las letras

como cadenas, a los pies

y que todos los días

cuando ardía el atardecer

se sacaba de sus bolsillos

tinta para que los pajarillos

heridos retomaran el vuelo

con alas arrugadas de papel

arrancado de las hojas

de los libros de los sueños

que guardaba para él.

 

Su barba negra, al sol

eran lirios amarillos

que lucía con orgullo

por los arcos quebrados

y los ruinosos pasillos

que hacían de puertos

para los lamentos

de los vientos

que con sus recuerdos

se mezclaban olvidados

y hacían sencillos versos

 

 

subía a la torre

sentía ser eco

callado y quieto

en el aire;

un beso,

vagaba por el tiempo

perdido y sin buscar

su sombra ni su cuerpo

su corazón huido,

ni su aliento.

 

Ellos se fueron

al cielo con su musa

y del recuerdo,

de su amor aquí

ya solo queda esto,

un castillo derruido

y un fantasma

empeñado en vivir

y hablarle a las amapolas

mientras lo devora el silencio.

 

Allí lo vi,

y mentiría si dijera

que no era yo aquel fantasma

fijando desde lejos

sus negras pupilas en mí,

y mentiría si dijera

que no empecé ya a morir,

ni que el olvido borrará

como la noche cuanto he hecho,

como un enorme bosque

absorbiendo un pequeño jardín,

 

abandonado,

en fin.

 

 

 

 

Ort 2018

Ruinas

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Bajo una arquitectura poética en ruinas

que el silencio conquistó con hiedras verdes

atadas a los nidos secos de las golondrinas,

 

un árbol de sombras, retorcidas las ramas mece,

en baile solitario junto al son de las espinas

de los cardos dorados de morada frente.

 

A las puertas, un jardín de olvido y una fuente,

donde descansan caídas las hojas que duermen

perdidas en una eterna tristeza de muerte.

 

Sobre ellas,  la figura de bronce inerte

de una musa, corona y señala

con el dedo índice el océano celeste

 

sus labios oscuros, en una suave pendiente

van de la sonrisa a la locura

cuando un rayo que acecha los prende

 

Sus ojos vacíos, sin vida, están ausentes,

y a sus cabellos apagados y esmeraldas

ascienden escalando las flores silvestres.

 

Una salamandra a su cuello se enreda,

por su espalda desnuda desaparece,

acaba de salir la luna llena

 

y es tal la luz que desprende,

que las ruinas aúllan, el viento crece,

el árbol danza y las hojas se mueven

 

haciendo sonar la vieja fuente,

susurrando melancólicas, ligeras,

en una fantasmal corriente.

 

Mientras mira ella, siempre

entre la maleza, hacia poniente

y la soledad la envuelve

 

con la niebla,

como una serpiente.

 

Ort

Vigo

Sin título (2)

             Vigo

 

                                         A mi Luisete

 

                    I

          La ciudad

 

Pechos de monstruos con cien ojos vacíos.

con su piel llena de caracoles negros

lamiendo sus ombligos, son las fachadas

o las iglesias o las casas o los astilleros.

 

Panteones todos poblados por helechos.

 

Gigantes ejércitos de cientos de lenguas verdes

se trenzan al descolgarse de las vacías fauces

del granito viejo que huele a olvido

con su fantasma en todas las esquinas

 

de ti Vigo, osario y ciudad,  

 

con tu historia muerta repartida

como esqueletos de pétalos grises por las calles

como nubes enormes mordidas

eternamente por el crepúsculo.

 

Te late una mirada profunda de pescador, añeja.

y una sonrisa de flores silvestres, perezosas a la lluvia,

desnudas siempre al sol, mirándose en el espejo azul

rosáceo de la Ría enamorada.

 

Explota el firmamento en cientos de cientos

de cientos de mariposas rojas

volando por caminos de sucio asfalto

que desembocan en las manos extendidas

de los árboles y de las vivas hojas.

 

a un lado el latido del bosque espeso.

al otro el rumor del atlántico con su garganta abierta

y mezclada tú, como una gaviota

de una punta a otra. Oscura.

 

sobre un yunque de angosta natura.

abandonada y bella,

como un lunes de luna.

 

 

 

                    II

            Los cafés

 

Se elevan palomas de palabras en los cafés

mientras una corte de destrozadas fachadas

abraza las conversaciones con sus balcones muertos

donde han florecido las margaritas salvajes y los gatos viejos

 

          -asciende el aliento

               del café caliente-

 

Los mendigos piden

Los policías patrullan

y las gentes beben.

las gaviotas vigilan arpías

y mis ojos tiemblan

al percibir la melancolía

que late

fundida en un lamento susurrante

estremeciendo mis pupilas

con sus aguaceros

crepusculares de sangre.

 

El cortejo fúnebre de una boda irrumpe

en esta plaza oscura parida

con bloques de rocas antes grises

conquistadas ahora por la negra vida

diminuta y dolida con sus demandas

y su pliego de reclamaciones a los hombres

 

Se afila el ocaso de poniente sobre los rosales

naturales y el insulto del hombre a su sueño

partido por las voces de cuatro borrachos que van

buscando su eco entre vasos de orujo vacíos y rotos,

hechos millones de lágrimas de pequeños cristales.

 

La tarde

fluye

en una danza

que jamás acaba

que no se termina ni interrumpe

calada en la trágica mirada

de los bloques esqueléticos

donde las gentes

dan a luz cafés

para intentar curar

con la sonrisa profana

de la vida,

la mueca macabra

de la muerte.

 

 

 

                          III

   Transatlántico en el puerto

 

La gran chimenea de la cáscara de bellota

que se clava en el pecho del atlántico

atrona la ría y el puerto. Quebrada

su voz, ronca y cargada de negro humo

cabalga sobre el lomo del eco

 

por los astilleros sangrantes y los faros sin fareros,

por los firmamentos azules y los suspiros de los marineros.

suena otra vez, vuelve a sonar

Ya su sombra sobre el mar es un espectro

 

Una pesada pluma desprendida del sueño del hombre

hecha de acero, que hace bostezar los labios del océano

enviando correos a las playas y en las olas recuerdos

 

se despide,

suena una última vez,

a lo lejos.

 

 

Ort. 015