Mentira si dijera
que era una noche de lluvia,
que los rayos aguijonearan
las corneas es posible
ya que el sol y la música
de sus destellos, blandían
la espada del ocaso
con inusitada furia
sobre los muros derruidos
de aquella fortaleza fecunda
de clavelillos y de sombras
agrietadas por las que manaba
la sangre dorada del horizonte.
Se levantaba el castillo
junto a una desdentada torre
gobernada por humildes nidos
en las orillas de los aires
y resbalando por ella,
como picas colgadas
en una catarata de naipes,
en suaves espirales,
las rosas destilaban luz,
a través de sus cuerpos
escarlata cual cristales,
silenciosas, señalando
con sus espinas
los cuatro puntos cardinales.
Allí vagaba
lo que quedaba, lo que fue,
una sombra, por lo que se,
de un enamorado blanco
de veleras cabelleras
arrastrando las letras
como cadenas, a los pies
y que todos los días
cuando ardía el atardecer
se sacaba de sus bolsillos
tinta para que los pajarillos
heridos retomaran el vuelo
con alas arrugadas de papel
arrancado de las hojas
de los libros de los sueños
que guardaba para él.
Su barba negra, al sol
eran lirios amarillos
que lucía con orgullo
por los arcos quebrados
y los ruinosos pasillos
que hacían de puertos
para los lamentos
de los vientos
que con sus recuerdos
se mezclaban olvidados
y hacían sencillos versos
subía a la torre
sentía ser eco
callado y quieto
en el aire;
un beso,
vagaba por el tiempo
perdido y sin buscar
su sombra ni su cuerpo
su corazón huido,
ni su aliento.
Ellos se fueron
al cielo con su musa
y del recuerdo,
de su amor aquí
ya solo queda esto,
un castillo derruido
y un fantasma
empeñado en vivir
y hablarle a las amapolas
mientras lo devora el silencio.
Allí lo vi,
y mentiría si dijera
que no era yo aquel fantasma
fijando desde lejos
sus negras pupilas en mí,
y mentiría si dijera
que no empecé ya a morir,
ni que el olvido borrará
como la noche cuanto he hecho,
como un enorme bosque
absorbiendo un pequeño jardín,
abandonado,
en fin.