A una vieja muchacha, que siempre me esperaba asomada a una ventana abierta y que ya siempre permanece cerrada, que no me espera ya, con olor a inmenso cariño y domingo, ahora ya marchito… A unas manos que ya jamás la tocarán, ni al verme, con afecto se agitarán al viento, cerca de las vías del tren. Que descansan, desde hace un año, donde habita el olvido y que es el tiempo que vivimos cuando se nos marcha, olvidándonos para siempre. A mi abuela. A mi Manuela. Sirva esta reflexión sobre el tiempo como la humilde elegía que tú y yo únicamente conoceremos. En la tumba la tienes, a la tumba me la llevo.
Matada la tarde,
descargado el telón
como una tormenta
blanca de calaveras
negras, sobre la escena
violeta de la tierra.
Allí donde el recuerdo,
presa, huye sangrando
cenizas, por sus venas
y mientras
las alas abiertas
de las palomas
abatidas por el rayo
de las estrellas
caen hacia las lagunas
grises, secas y desiertas
de la luna llena
para buscar una tumba
en la que se labren
con ciegas e ilegibles letras
el epitafio de que aquí,
murió otra primavera.
Desde allí, el tiempo,
en su trono
quemado de madera
mira
disimulado al que pasa,
abriendo una navaja
para hundirla entre las flores
y volver otoño la mirada
de los felices hombres
y de las nubes que yerran
en los montes altos
y eternos, justo antes
de llegar al inmenso mar,
mientras,
la muralla de voces
y lamentos de las costas,
que nunca las nubes verán,
con la espuma
y en la lengua de las olas
se elevan,
para gritar y decir
a las nebulosas enredaderas
que navegan por los aires
que no valen nada
sus lágrimas apenas,
que no hay río
que las acoja ni las lleve
a sus arenas,
porque la parca
vestida de tiempo
y el sol las queman.
Ay de mí,
y del sueño dolorido…
Allá a lo lejos
en aquel lugar
de verde luto
en la oscuridad
viene conmigo
arrastrándose
mi tristeza
por entre los ojos
de los siglos
-le dice el Tiempo,
al oído,
al Olvido-
Cuánto he visto
qué hambre voraz,
la de la vida,
la de la nada
empeñada
en abrasar
lo que fue
es
y nunca ha sido,
porque no tiene
recuerdo el infinito
ni el mundo
que gira
ni el odio, ni el amor,
que la nada,
la vida,
es como un niño
y en sus juegos
ha de verse un día
de repente anciana
ante la muerte
preparando su lecho
sonriente
mientras se vuelan
las hojas
de las calles,
en remolinos,
se secan las plumas,
y se cierran los libros.
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