De las ninfas arenas
voladas por el desierto
y entre tus rizados cabellos
hispanos brillando
yo no sé, tan negros,
desafiantes ante el cielo,
tan pequeñas se me hicieron
las pirámides, aguijones leonados,
dorados del indescifrable desierto,
las esmeraldas aguas cristalinas
de las riberas arenosas del Nilo eterno
y sus gigantes estatuas de piedra
alzadas aún en los milenarios templos…
Reflejados todos ellos
como lunares en tu cuerpo parecían
¡ay de mi amor! ¡todos tan pequeños!
que el último faraón de la tierra,
el ardiente sol, gimió por no tenerlos…
Esto pensaba yo
cuando tú mirabas distraída
las verdes palmeras de las orillas
de aquel río africano de aguas tibias
mientras se incrustaba enorme
como una perla blanca la luna egipcia
robada al Cairo sobre tus mejillas…
Giraste entonces hacia mí
tus pupilas y se abatió de golpe
el inmenso cielo sobre mi sonrisa
y aquellas estrellas, astros de miel,
como una constelación libre
de diminutas aves amarillas,
desde lo alto del universo brillaron,
por mi amor como jamás lo harían,
y así, junto al último rayo del sol
que blandió el desierto aquel día,
supe, al volver a mirarte, quieta,
como una eterna fotografía,
que mi corazón junto al tuyo
allí para siempre se quedaría.
volando sobre la luna del Cairo.