Allí, un observatorio abandonado
en la cima de la montaña más alta
con su cúpula girada por el olvido,
veleta quieta del sueño perdido
del hombre que dejó de mirar
a los cielos agujereados y ardientes
para arrastrarse perdido
ante la amargura de su suerte.
En ese espacio de ladrillos hundidos
en el suelo en deshojados remolinos,
fantasmas astronómicos abatidos
la triste música del eco silban
al viento como ángeles caídos
un llanto de abandono miserable
por sus rincones sin vida, vacíos
como esqueléticos ladridos
de lobos de boca quieta y seca
proyectada al infinito,
sobre el rumor de la nada
mientras pasa la luna blanca
sin nadie que la mire
sin nadie que le escriba,
porque ya nadie le canta.
Ella pasa,
rozando la cúpula abierta y ajada
de la burbuja de hierro
corrompida por la lluvia y el frio
ahora invernadero de las plantas
que hacia su herida escalan
buscando la luz
que a la humanidad le falta,
sin nadie que la advierta,
solamente los grillos,
los caminos de astros
y las luciérnagas.
¿Dónde está la quimera
que alimentó la voz
del saber y su esperanza?
Donde los ojos del hombre…
Aquí solo retumba un eco,
un eco,
su voz, lejos,
se ha perdido,
presa de las cadenas
impuestas a sus pupilas
que han de doblar las rodillas
al destino ingrato
del ser esclavo de sus huellas,
aquí, en la tierra,
siendo hijas
de las estrellas.
Duerme el observatorio
en una pesadilla de silencio
con sus telescópicos nidos
entre el rojizo metal roído
mirando al firmamento
en su sepulcro de olvido.