Desde su frio balcón, la Luna,
que mecía en su arqueada cuna,
ahogada en sangre, los astros,
callada, sobre una negra laguna,
se quedó triste, en la penumbra
cubriendo su piel con alabastro.
Lloraba seca sin lágrima alguna
aquella noche de luto infausto
en la que se veló con la bruma
por no ver en la tierra el rastro,
la sangre pura tornada oscura,
derramada sobre los peldaños
de un templo que fue de sabios
de verdugos ahora, de fanáticos
donde un cuerpo muerto yacía
entre los papiros calcinados
Arrojado sobre el viejo mármol
seco como un arroyo, un llanto
se esparcía pesado como el oro.
Unos ojos preñados de espanto
vueltos, desbocados, blancos
anegados sobre un rojizo charco
miraban, quietos el cielo negro
con el que soñaron tiempo largo.
El viento corría entre los pasillos
abandonados y todos los luceros
por no querer contemplarlos,
invocando al aire se apagaron.
Aquella filósofa, astrónoma de luz
de constelaciones brillantes
que se dedicó a amar enseñando
las esferas errantes del espacio,
Aquella por quien iban a Egipto
viajando por el mundo los sabios,
última antorcha del saber clásico
último reducto de la luz milenaria
que tantos pensadores fraguaron,
fue asesinada en uno de los días
para la raza humana más aciagos
Entre vejaciones insultos y palos
por una ciudad cobarde la llevaron
callada, quieta que veía, que sentía,
como algo dentro de sí moría
y en las ruinas ya olvidadas
de la biblioteca de Alejandría,
Santuario del saber, que es la luz,
y que en la oscuridad sucumbiría
sin ninguna piedad la desnudaron,
y con grandes conchas marinas
atrozmente la descarnaron, viva,
mientras el cielo se desplomaba llorando
y la razón y la luz desaparecían.
Aquella turba que emanaba odio
y saña era comandada por Cirilo,
implacable obispo que condenaba
todo cuanto desconocía y negaba
fanático que jamás permitiría
que una mujer, y menos pagana,
se elevara sobre los misterios
y quisiera comprender la noche
el alba, que fuera libre y que volara
sin yugo y sin cadenas que la ataran
al terrenal mundo que él tutelaba
pero el eterno cielo está reservado
para los que saben mirar alto
para los que han de soñar los astros
y cuanto se perdió con ella…
cuanto…
He aquí la condición humana,
a ella la devoró el olvido
mientras que al otro lo hicieron Santo
y hoy su legado está perdido
en las entrañas oscuras del pasado.
Y así la luna, hincada de rodillas
sobre el cielo llorando
entonaba una nana de quebranto
intentando dormir a las estrellas
huérfanas, deshaciéndose del blanco
y enlutando su brillante manto
mientras de la tierra se iba alejando
llena de vergüenza,
sosteniendo a Hipatia muerta
entre sus tiernos brazos.
Callada, sobre una negra laguna,
se quedaba triste, en la penumbra
cubriendo su piel con alabastro.