A mi abuela, por ser tu historia, te quiero.
Los sueños de los muertos
eran los suspiros de las rosas,
y los lamentos de los ángeles,
el llanto de la niña
que iba llorando en las alforjas
de un burro moreno y cansado,
hijo del yugo y esclavo de las horas
arando con ojillos tristes la tierra
pedregosa y negra, sin caracoles,
inundada por cantos en rondas
de milenarias ascuas apagadas
que fueron astros y son ahora
marmóreos y deshojados girasoles
que se tropiezan con las amapolas.
¡Volaban las águilas perdiceras
tan alto, sobre otras celestes sendas!
que no prestaban atención
a aquel labrador andante,
junto con su terco burro delante
guiado por las riendas
y que extendía las orejas
siempre alerta sobre el llano,
así, el animal y el amo
iban y venían de sus ausencias
como si todo lo arreglara el caminar cansado.
La niña miraba sobre el esparto
un sol deshaciéndose de girones blancos
y en el horizonte, a lo lejos, una Venta,
como una vieja perla de barro levantado.
Manuela mía, leche te darán
para que crezcas, de una cabra,
de lanas negras,
Manuela mía, tan pequeña
entre el hambre, y la miseria.
Se abrieron las puertas
del casón, el patio,
ungido de cal blanca refulgía
como la nieve sobre las tejas.
El labrador bajó a Manuela
desdichada y pequeña,
tan bella, sentada
entre las florecillas de la hierba
Un dedo le habían cortado
por la gangrena,
y un aguacero había caído
derramado entre sus parpados
por las incansables ruecas
giradas por la tristeza,
forzada a trabajar tan pequeña,
a veces en campos de yeros,
otras frotando y lavando
las ropas de los señoruelos
¡como gemían heladas sus manos
en esa queja continua de los dedos!
cobrándose al fin uno de ellos
mientras los otros cuatro se despedían
y toda una vida lo echarían de menos.
Allí estaba Manuela.
a los pies de dos pinos viejos
que alcanzando casi el cielo
verdes se incrustaban ya
sobre un azulado desierto.
pastores atareados, segadores,
mozas y criados iban y venían
por la venta con pasos ligeros.
La reconoce uno de los cabreros,
y entre la espesura de las ovejas
blanca, va a buscar unas lanas áridas
hiladas y tostadas por los vientos
de esta Mancha mía donde tu naciste
y se criaron Manuela, tus sueños
y la encuentra,
y a un silbido viene
y sus ojos profundos
se cruzan con los de ella
parecen sonreír
y reconocer a la pequeña
va cayendo la leche,
y ella, la cabra negra
que desde bien niña la conoce
como si su madre fuera
le toca con suavidad su mano
con la ternura de una abuela,
el llanto de la pequeña cesa
por ese dedo cortado
y al son del sonido de la lechera
una sonrisa en su rostro crece
y su lengua se embelesa.
Manuela mía, leche te darán
para que crezcas, de una cabra,
de lanas negras,
Manuela mía, tan perdida
entre el hambre y la miseria,
justo cuando empezaba una guerra
que España despedazaría.
y con orgullo llevo yo su nombre
ella sabe que con infinita alegría
¡pues quien diría que sus pupilas
a ver tanto llegarían!
que estallarían como flores en mi sangre!
ay de mi Manuela
de mi Manuela mía
una cabra te alimentó la vida!
la misma que mis versos alimenta
junto a mi amor por ti
como una lumbre de pastores,
caliente, despierta, encendida!
que tu nombre llevaré yo siempre
arando estos mundos con la poesía,
que no hay mejor tributo
a tu corazón que recordar al mundo entero
lo que yo te quiero, Manuela
mi Manuela mía,
y cantarlo a los cuatro vientos!
y con orgullo mientras viva!