Iba pisando fuerte,
no miraba atrás.
De los humos oscuros
de la noche
La Reina era, la heredera
de la negra cabellera.
Con sus ojos verdes,
grandes de felino
y su corazón de fiera.
Su chupa al hombro,
su tacón, que al asfalto
al pisarlo tiritar hiciera.
Venia de sangrar las mieles,
venia de arrancar la lengua
a los ojos de las almas,
tercos, que por alimento
saboreaban su figura,
por si la mirada mintiera.
Le vio,
lo agarró del brazo,
consumió en la boca áspera
del olvido su cigarro.
Aquella gata
tatuó en él su nombre
y su sabor amargo.
En una noche
de música negra y licor,
de cerveza y humo
le arrancó el corazón
de un mordisco,
y se largó.
Dejando el aroma
de sus labios,
como latidos
en su boca
retumbando enloquecidos…