Y ahora que resurjo
de esta ardiente selva
que se pierde en los abismos
devorados por las llamas
de los pájaros caídos.
Ahora que he abierto los ojos,
al igual que las calaveras
cuando pierden su venda de carne
y miran realmente
a la eternidad que es el presente,
cuando el pasado y el futuro
se pierden en la mentira profunda
de los sueños que no saben ver el hoy,
el aquí, y el ahora.
Ahora, voy hacia abajo,
hacia debajo de los lodos
donde crecen los edificios del deseo,
hacia arriba donde se derrumban
los castillos de sangre de la fe
la esperanza y la ilusión.
Mucho más arriba
de donde se desgarran las estrellas,
que explotan en el universo
al igual que los dientes de león
al viento que fluye sobre la tierra.
Necesito ir tan arriba
para dejar atrás la cólera de la mentira
y la rabia de los sueños,
que al igual que un halcón helado
allá donde se congelan las nubes
y que cae cristalizado
por amor hipnótico a la luna,
derribar mi vuelo y caer en picado
con la desesperación y la certeza
de que no me acogerán las nubes blandas
al descender sino la tierra arenisca
de las lombrices al estrellarme
contra el reino de las madrigueras
y la sangre fría de los cazadores.
Hay que conocer el cielo
para descender hacia los infiernos,
sentir la fuerza del firmamento
para comprender la ferocidad
de los abismos calientes de la tierra;
donde la lava de un abisal volcán
se hincha de sentimientos,
en una caldera de ecos y fracasos
hasta que imposible de sostener
más su peso, la lengua del alma
revienta en fuego de sangre y lágrimas,
esparciéndose en los campos verdes
de un mundo donde antes florecían
enormes margaritas y gigantes mariposas.
Hay que construir una ciudad
profundamente hermosa
para sentir como se convierte
en una ceniza pétrea
pompeyana, quieta, dolorosa,
desmoronándose ante el tiempo,
que, como un reloj de penas,
resta los minutos de la vida.
Que lo demás es muerte y silencio,
ecos en los acantilados
y manos que nunca se tocan.
Hay que construir un amor
que se parezca al cielo
para sentirlo arder en el infierno,
como una hoguera, que pequeña,
acaba desbocándose
hasta hacer arder a todo el bosque
y en ese incendio, ver
como se consumen los gorriones
hambrientos, las águilas acechantes,
los lobos esclavos, los ciervos
con sus astas prendidas como antorchas
despavoridas huyendo ante el cielo rojizo
en que se ha convertido el infierno de la noche,
y donde las llamas llegan a calentar
hasta la punta del filo de los astros,
ese infierno, ese incendio, que,
como un corazón comienza a susurrar
despacio,
y acaba latiendo acelerado hasta quebrarse,
anunciando al cuerpo la muerte
con el ultimo
redoble
de vida.
Es en ese infierno,
en ese incendio,
en esa pena abrasadora
donde la verdad con el amor
y su mentira, y la soledad
con su liberación y su sonrisa
satírica, altiva,
se abren como un eclipse
ante la vida en forma de honda herida
oscura que emana sombras en los lechos
descuidados y en las sabanas vacías.
Es el cielo a veces un descenso
a los infiernos de la esperanza
donde se acaba destruyendo
la quimera irreal del futuro
y el ensueño ausente del pasado,
donde la existencia te demuestra
que el presente es lo único
que tenemos, que agarran nuestras manos,
lo demás siempre será un espejismo
un oasis bastardo
pues el incendio de la vida se va apagando
con la lluvia de la muerte
que todo lo va anegando
hasta formar un negro y basto lago
lleno de fantasmas sin memoria
que se pasan toda la eternidad vagando.
y aunque yo
sea un halcón enamorado,
y desde este infierno salga volando
de nuevo alto, muy alto
en osado aleteo hacia la luna,
para caer de nuevo congelado
tal vez ella,
tal vez,
me acoja en sus labios rosados
y busque para mí
en una bandada
de peregrinos pájaros liberados
unas alas que limpien
la ceniza de mis llantos.
Única flor viva, verde,
que el destino ardiente,
calcinar no ha logrado.